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Vid y educación

Desde que tengo uso de razón -y de esto no hace tanto-, me he dado cuenta de que la naturaleza es sabia. Hace un tiempo tuve la oportunidad de visitar unas bodegas en el país valenciano donde pude constatar lo que digo en el ámbito de la industria vitivinícola. Allí fuimos recibidos y guiados por el Sr. Paco, un hombre que rondaba los 80 años, fundador junto con su hijo de aquellas bodegas. Con el poso de la sabiduría que da la experiencia y el amor a la tierra, nos explicaba algunos de los secretos de la producción de una buena uva. El primer secreto, decía, es tener pasión, paciencia e investigación; el segundo es que las cepas duerman cuando llega el frío y pasen ciertas necesidades cuando llega el calor. La vid es una planta de secano. El exceso de agua la hace sosa. Pero sufrir ciertas necesidades estimula su vigor, porque entonces arraiga con ganas buscando la humedad del subsuelo, para luego brotar con fuerza en primavera y dar frutos espectaculares. El esfuerzo da fortaleza a la planta.

Evidentemente, no se acaba aquí el arte de hacer vinos; pero aquellos comentarios me hicieron reflexionar sobre la educación de los hijos. ¿Y si los seres humanos fuéramos un poco como la vid? Me pregunto si, como padres, ponemos siempre la suficiente pasión, paciencia e investigación en la educación de los hijos (y en la vida, en general). La pasión se demuestra por la dedicación; la paciencia es la capacidad de gestionar las situaciones conflictivas con tranquilidad y sin perder la capacidad de diálogo y reflexión; la investigación es consecuencia de aceptar que no lo sabemos todo, que ser padres implica un aprendizaje constante y que a menudo hay que buscar fuentes externas que nos aporten conocimiento, recursos o una mirada más amplia.

¿Y qué hay del esfuerzo del que hablaba el Sr. Paco? Al respecto, conviene considerar que, según estudios elaborados por prestigiosos equipos de psicoterapeutas, la hiperprotección es el origen de la mayor parte de los conflictos entre padres y adolescentes. Si damos a los hijos todo hecho, si no los educamos en la práctica del esfuerzo razonable, debilitamos su vigor. Cuando algo cuesta, lo valoramos mucho más. Pero hoy en día hay una tendencia a centrar la responsabilidad de los adolescentes en el estudio y olvidamos que los valores de la responsabilidad y la cooperación comienzan en casa. Es necesario que los hijos valoren todos los privilegios que tienen, desde el plato en la mesa o la ropa limpia, hasta el móvil que todos desean. Esta cultura del esfuerzo razonable hay que incentivarla desde que los niños son muy pequeños: guardar los juguetes, dejar la ropa sucia en el barreño -en lugar de tirarla en el suelo-, recoger el plato de la mesa … son pequeños gestos que educan y hacen crecer. Gestos que, ciertamente, deben hacerse más complejos y requerir más dedicación a medida que los hijos crecen.

Educar es acompañar con afecto y respeto a los hijos en el proceso de crecimiento para convertirse en seres capaces y autónomos. Este es un proceso progresivo y acumulativo, la responsabilidad del cual no podemos delegar en la escuela. Poner las cosas demasiado fáciles no estimula el vigor, sino que lo debilita. Para crecer es preciso un esfuerzo proporcional a las propias fuerzas para ir a buscar lo que se necesita; quizá como lo hacen las raíces de la vid para dar buenos frutos. El agua está en el subsuelo disponible, pero hay momentos en que la cepa necesita hacer un cierto esfuerzo para llegar hasta ella.

Como dice Giorgio Nardone, un psicólogo italiano de gran prestigio: «Hay que poner cada día a nuestros hijos un reto que puedan alcanzar». Una habilidad o capacidad sólo se consolida en la medida que se pone en práctica. Educar con amor supone, indefectiblemente, crear un marco de crecimiento.

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