En la prehistoria, el ser humano tuvo que desarrollar el instinto para poder sobrevivir. Un cambio muy importante se produjo, hace unos 80.000 años, cuando la transformación del cerebro y de la laringe permitieron la articulación de palabras. Entonces fuimos capaces de poner nombre a las cosas y las capacidades intelectuales se desplegaron rápidamente. La cultura clásica griega (época de los grandes filósofos) elevó la razón a un punto álgido y con ella la visión machista de la sociedad. A finales del siglo XVIII, con el pensamiento ilustrado, la razón fue considerada la única autoridad válida para lograr la felicidad, a la vez que surgieron movimientos sociales masivos para proteger, entre otros principios, los derechos individuales, la libertad y la justicia. La mente fue considerado el atributo superior del ser humano. Por eso, después de la Revolución francesa se utilizó el terror y la guillotina para preservar los ideales ilustrados.
Grandes adelantos sociales han sido posibles en los últimos doscientos años gracias a esta corriente ideológica, pero también hemos tenido que pagar un coste muy importante. La separación entre mente y cuerpo, nos ha llevado a un estilo de vida donde la salud se ve seriamente comprometida.
El liberalismo económico, que el pensamiento ilustrado hizo suyo, ha exaltado el libre mercado y la competencia como bases del progreso, entendiendo que el desarrollo material nos llevaría en un estado de bienestar generalizado. Pero desgraciadamente hoy vemos a muchos adolescentes (y adultos) perdidos en el laberinto de las redes sociales, y portadores de una desmotivación generalizada. El bello sueño ilustrado de la felicidad a la cual nos tenía que llevar el progreso económico y material ha resultado ser un fracaso. Las estadísticas sobre desórdenes mentales y suicidios lo demuestran.
Un cambio de paradigma se está gestando desde hace décadas, pero la resistencia social a continuar consumiendo y a competir, fruto de la percepción de escasez, es un freno para que podamos cambiar de manera de pensar. La sensibilidad creciente de los niños se ve irritada por un entorno estresante y hostil, que les genera mucha confusión y ansiedad.
Deviene urgente que nos damos cuenta que lo más importante, ahora, es cuidar nuestra vida emocional y la de nuestros hijos. Hemos puesto todo el énfasis en dotarlos de una base intelectual sólida y de los conocimientos teóricos suficientes para poder forjarse un buen camino hacia el éxito material, pero hemos descuidado algo más importante: el bienestar emocional. La carrera competencial y laboral ha llevado los padres a vivir un nivel de estrés muy preocupante y, claro, los jóvenes -que tienen la capacidad de ver cosas que a los adultos nos cuesta, porque no ven con los ojos de la razón-, no quieren comprar este discurso.
Es preciso que logremos un cambio paradigmático fundamental y establezcamos las bases de una buena educación emocional en casa. Ahora bien, ¿quién enseñará a los padres esta educación, cuando la presión social nos lleva al consumismo material, a mirarnos el ombligo y a ser obedientes por miedo a equivocarnos?