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Ocupar nuestro lugar como padres

Los padres, en ocasiones, adolecemos de “absentismo” familiar. Otras veces, queremos “estar en misa y repicando”.

Como padres deberíamos considerar la diferencia entre educar e instruir. A los padres les corresponde la crianza y la educación de los hijos. La crianza hace referencia a atender sus necesidades fisiológicas y emocionales básicas: abrigo, alimentación, hogar, protección, vínculo… Educar se refiere a enseñar habilidades sociales y éticas para relacionarse con el mundo y sus iguales: respeto, responsabilidad, honestidad, amabilidad, empatía…

Instruir es aportar las competencias y los conocimientos técnicos y culturales necesarios para que, en el futuro, una persona pueda desempeñar un oficio o profesión cualificada. Evidentemente, esta tarea podrían desarrollarla los padres si estuvieran preparados para ello y tuvieran tiempo; pero, claro está, esto no sucede prácticamente nunca.

A menudo encuentro padres más preocupados en la instrucción de sus hijos que en la educación de sus valores y en el cuidado del ambiente emocional de sus hogares. A esos padres les pregunto si ese es el orden de prioridades que desean. En otras ocasiones ocurre también que los padres critican o desautorizan precisamente a aquellas personas —profesores y profesoras— en quienes han delegado la tarea de la instrucción de sus hijos, menoscabando su autoridad.

Sin orden no hay vida. La familia, que está al servicio de la vida, tiene un orden interno que es necesario mantener para que pueda desarrollarse y crecer de forma sana. Cuando no se mantiene el orden aparece un desequilibrio.

Probablemente no te hayas planteado nunca que para ser buen padre es necesario primero ser buen hijo. “Buen hijo” no es aquí un concepto moral; no significa obedecer ciegamente a nuestros padres o justificar todo lo que hacen. La “bondad” aquí se refiere a saber ocupar nuestro lugar como hijos en el sistema familiar del que procedemos. Si nosotros miramos con orgullo o juicio a nuestros padres, no ocuparemos nuestro lugar respecto a la familia de origen, y ello puede comportar fácilmente que tampoco sepamos ocupar nuestro lugar como padres.

Renegar de nuestros orígenes es renegar de nosotros mismos. No aceptar lo que hubo implica no aceptar lo que hay. Y no aceptar lo que hay lleva a no aceptar lo que habrá. La aceptación nos libera de cargas. El juicio nos ata a lo juzgado.

El lugar de la humildad es el primero que deberíamos de ocupar. Y, aunque parezca lo contrario, ésta nos vuelve fuertes, mucho más que el orgullo. Pues el orgullo es un gigante con los pies de barro —es decir, sin raíces—.

Extracto del segundo Capítulo del libro “¡ESCÚCHAME, PAPÁ!”, de próxima publicación.

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