Una familia es un sistema, lo que significa que sus miembros se relacionan entre sí y lo que afecta a uno repercute, de una manera u otra, en la totalidad. Como la energía física y psíquica que disponemos es limitada, cuando ponemos energía en una parte del sistema (en los padres o en los hijos, por ejemplo), la que nos queda disponible por otros se ve reducida.
Para la buena salud de la familia en general, es fundamental que cada cual ocupe el lugar que le corresponde en el sistema y que no se atribuya funciones que no le corresponden. Además, hay que tener en cuenta que, cuando creamos una nueva familia, tenemos que gestionar simultáneamente las nuevas responsabilidades con nuestra familia de origen, y esto, a veces, no es fácil. Si mis padres sufren alguna discapacidad y requieren mi atención, o si mi familia de origen no acaba de aceptar mi pareja y mantienen con ella una relación tensa, en estos casos fácilmente se puede producir un conflicto de lealtades que acaba afectando a todos.
La casuística es muy variada, pero un caso muy habitual, que puede afectar seriamente la relación de pareja, es aquel en qué uno de los miembros de la pareja tiene unos padres que mantienen entre ellos una relación muy conflictiva y que pueden sufrir algún tipo de dependencia, bien sea material (económica), física (enfermedad, minusvalía…) o psíquica (depresión, psicopatología, adicciones…). Como los padres no se entienden, el hijo acaba metiéndose en medio y hace las funciones del cónyuge respectivo de uno o de ambos padres: los acompaña al médico, hace de mediador, los resuelve temas administrativos, etc. Naturalmente, los cónyuges se tendrían que ayudar mutuamente, pero como han perdido la confianza mutua, requieren al hijo porque les ayude, y este acaba asumiendo la responsabilidad del bienestar de sus padres, como si fuera una muleta. Y esta es una responsabilidad que ningún hijo tendría que asumir, salvo que ambos padres tengan una edad avanzada o sufran un grado de dependencia elevado.
En estos casos, hay que tener en cuenta que, si este hijo hace de «cónyuge» simbólico de algún padre o de ambos, la energía que le quedará para asumir el rol de cónyuge con su pareja real se verá limitada, no podrá estar plenamente disponible para ella y esto originará frustración, rabia y culpabilidad. Por eso, es necesario respetar siempre el destino que se han forjado los mismos padres, no sustituir a ninguno de ellos en relación al otro, saber poner límites y preservar siempre la energía disponible para cuidar atentamente la relación con la propia pareja y, por supuesto, las responsabilidades hacia los hijos.