La tolerancia a la frustración es cada vez más baja. Es un dato estadístico irrefutable entre los jóvenes adolescentes, pero también entre los adultos. Esto se acentúa todavía más en los países desarrollados, porque la sociedad del bienestar -que tan en boca está de nuestros dirigentes políticos- parece algo que nos tiene que ser regalado u obtenido sin ningún tipo de esfuerzo. Nos hemos acomodado tanto que fácilmente nos frustramos y montamos en cólera cuando las cosas no salen como desearíamos.
La comodidad nos da confort, pero a menudo nos secuestra la voluntad de superación y lucha. Esto nos pasará por ejemplo con la inteligencia artificial. Nos facilita el proceso de razonamiento, recogida y sistematización de la información, pero si no tenemos cuidado, puede acabar enmoheciendo nuestra maquinaria mental (por inacción).
La frustración pide resiliencia, que es la capacidad de superar retos o inconvenientes y salir de esa situación más fuertes o sabios. En otras palabras, aprender a levantarnos cuando caemos. El victimismo es algo que NUNCA nos ayudará a levantarnos. El lamento por sí solo, sin la voluntad de reconocer por qué las circunstancias nos han hecho caer y sin el espíritu de aprender de la experiencia, NUNCA nos ayudará a tomar mejores decisiones. La vida nos presenta retos porque forma parte del proceso evolutivo de toda especie.
Vivimos en un mundo dual: día/noche, calor/frío, amor/odio… Y todo esto tiene un sentido, aunque cuando nos encontramos en la parte incómoda de la polaridad nos cueste reconocerlo. Sin la enfermedad no aprenderíamos a cuidarnos. Sin la miseria, no aprenderíamos a ser compasivos. Sin la ausencia no aprenderíamos a valorar lo que tenemos.
Hoy en día la carencia de tiempo para dedicarnos con calma a la crianza de los hijos hace que muchos padres se sientan un poco culpables por no poder hacer más por ellos. La separación de las parejas tampoco ayuda, porque si los criterios educativos de los padres separados divergen, entremedias se cuela la competitividad y la amargura como una mancha de tinta que ensucia a los hijos. Y esto hace que la sobreprotección sea el pan que comen cada día muchas familias. Pero, la sobreprotección conlleva que la capacidad de superación instintiva se vaya perdiendo poco a poco y que nos volvamos cada vez más exigentes con la vida.
Enseñar resiliencia a los hijos es una tarea que requiere tiempo, constancia y conciencia. Hace falta ejemplo y un acompañamiento firme y amoroso. Los frutos se cosechan años más tarde, pero merece la pena el tiempo dedicado.
Hace tiempo que me he hecho amigo de la frustración y no la combato. Ella me indica, cuando la siento, que algo puedo hacer mejor.